Monstruos
La violencia vicaria recae sobre los hijos porque nada duele más a una mujer y madre que el sufrimiento de aquellos a los que ha parido
Julián Rodríguez Pardo
Martes, 3 de junio 2025, 07:23
Secciones
Servicios
Destacamos
Julián Rodríguez Pardo
Martes, 3 de junio 2025, 07:23
Contaba hace unas semanas, en el sofá de Risto, Raquel Orantes que su padre «era un monstruo». Su madre, Ana Orantes, fue la primera mujer ... en hablar del maltrato de su marido en televisión. Y el precio que pagó por aquella entrevista, trece días después, fue el de su vida. Su exmarido la asesinó, por cierto, quemándola viva, amarrada a una silla, después de propinarle una paliza y delante de su hijo de catorce años.
Recordando a su madre, Raquel hablaba de cómo su padre hostigaba a sus propios hijos hasta el punto de que ella, que quería estudiar, tenía que hacerlo a escondidas y, para que su padre no entreviese la luz encendida en su cuarto, se obligaba a poner una toalla tapando la rendija de la puerta por la que la luz se colaba al pasillo. Pero, de sus declaraciones, la que más me sorprendió fue que, para hacerles daño a ellos, a sus hijos, debía destruir a su madre. Porque, habitualmente, sucede al revés.
En los movimientos calculados –consciente o inconscientemente, tampoco importa– por los maltratadores, los hijos son a veces los peones del tablero de ajedrez. La violencia vicaria, la que se fragua a través del uso de terceras personas, recae sobre ellos porque nada duele más a una mujer y madre que el sufrimiento de aquellos a los que ha parido. Ni siquiera el propio.
José Bretón quemó a los suyos en 2011 para hacer daño a su mujer, Ruth, cuando ésta le comunicó que iba a divorciarse. Bretón, que compró casi trescientos litros de combustible para perpetrar su crimen, estaba ya incendiado –supongo– por una insoportable frustración ante el rechazo. Finalmente su historia no verá la luz en 'El odio': el libro firmado por Luisgé Martínez que Anagrama no publicará ante las críticas que darle voz a este asesino –al parecer, ahora, arrepentido– ha suscitado. Porque, sí, no todo lo legalmente publicable, debe publicarse. Ni siquiera escribirse. Sin más.
Suele ocurrir que algunos maltratadores se suicidan tras haber asesinado a sus víctimas. En España, en el año pasado, lo hizo un veinticinco por ciento. Mi madre piensa que es una pena que no se maten ellos antes. Y yo, ahí, estoy con ella. Pero la realidad no se rige por la justicia poética. Y aunque, seguramente, haya bastante de castigo autoinfligido en esos suicidios –de ahí sus arrepentimientos posteriores a las palizas–, siempre llega unos segundos, o unos minutos, tarde: cuando la mujer, o los hijos, ya se han convertido en víctimas.
Me contaba una conocida que, tras el primer intento de ponerle la mano encima por parte de su marido, esperó a que cayera la noche y él se durmiera. Se dirigió a la cocina, cogió un cubo, abrió el grifo, dejó que el calentador de agua hiciese lo suyo y, tras acercarse a ese cuerpo que dormía a pierna suelta, ¡zas!, le volcó el contenido encima. El tipo –que, obviamente, tenía más facilidad para cagarse que para pensarse como hombre– debió asustarse y no volvió a molestarla. Un tiempo después, se separaron.
Por si quieren saberlo, les daré mi opinión: a mí los chéster me parecen sofás estéticamente muy elegantes…, pero sumamente incómodos para tumbarse. ¿Saben? Como esos hombres encantadores que, de lejos, parecen tan bien lo que no son de cerca.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.